Libertad Digital, 1.9.09
La noticia divulgada por Associated Press a comienzos de agosto a propósito de un integrante judío israelí del movimiento palestino Fatah debe de haber levantado más de una ceja entre los lectores.
Uri Davis fue uno de los cerca de setecientos miembros de Fatah que se postularon para uno de los ochenta y nueve asientos del Consejo Revolucionario de esta agrupación […]. Escribió un libro antisionista en los años setenta. Se exilió y unió a Fatah en los años ochenta, convirtiéndose en director de su oficina londinense en tiempos en los que este grupo perpetraba ataques terroristas contra los judíos en Israel y Europa, principalmente. […]
Davis […] no es el único judío simpatizante del nacionalismo palestino. […] En 2004 miembros del movimiento ultraortodoxo Neturei Karta visitaron a Yaser Arafat cuando éste se encontraba convaleciente en un hospital parisino; asimismo, se han manifestado a favor de los ataques terroristas contra Israel y respaldado a Mahmud Ahmadineyad en Teherán por sus diatribas antisionistas y negadoras de la Shoá. Emanando del lado laico y de la izquierda radical, agrupaciones como Betselem, Paz Ahora y Rabinos por los Derechos Humanos, sin llegar a estos niveles aberrantes, han sistemáticamente elegido respaldar los reclamos nacionalistas de los palestinos en desmedro de los intereses israelíes, contribuyendo a la difamación global de su propio país con sus actividades, reportes y comunicados tendenciosos.
La oposición judía a Sión se remonta a los tiempos del Mandato Británico sobre Palestina y ha incluido en sus filas a pensadores estelares a los que no se podría atribuir la patología del auto-odio. Martin Buber, por caso, escribió en 1939 –al año de haber arribado a Palestina y dos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial– un artículo en el diario Haaretz en el que acusaba al sionismo de realizar “acciones [propias] de Hitler en la tierra de Israel” y a los sionistas de querer “servir al dios de Hitler [el nacionalismo] después de que éste reciba un nombre judío”. Con anterioridad, el reformismo judeo-alemán del siglo XIX decidió expurgar de sus textos litúrgicos las referencias a Jerusalem y a la Tierra de Israel con el objeto de eliminar todo vestigio nacionalista de los mismos. Para ellos, los judíos constituían una religión y no una nación con reclamos soberanos válidos. […]
En la Rusia post-revolucionaria de principios del siglo XX los bolcheviques judíos eran profundamente antisionistas: uno de sus líderes más destacados, el judío ateo León Trotsky, veía a Theodor Herzl como una figura “repulsiva”. Hoy, parte de los judíos residentes en la diáspora fieramente críticos de Israel suele estar fuera del marco comunitario (aunque de ningún modo es siempre ése el caso); en palabras del psiquiatra y profesor de Harvard Kenneth Levin, “su única filiación con los asuntos judíos son sus ataques a Israel”. […]
Podemos identificar hebreos que trocaron el judaísmo por el catolicismo (cuando el segundo pujaba por anular al primero) y se transformaron en antisemitas impiadosos. […] Así que Uri Davis, el exótico judío israelí de Fatah, no encarna un fenómeno tan excepcional; él integra un linaje trágico que hace a una parte verdaderamente alucinante de la historia judía.
Schvindlerman incurre en este artículo en tal cantidad de equívocos conceptuales en torno al judaísmo, que haría falta un tratado para exponerlos. Intentaremos hacerlo de forma sintética.
Dice él que para los reformistas judeo-alemanes del siglo XIX “los judíos constituían una religión y no una nación con reclamos soberanos válidos”. No ignoraremos que el debate sobre los criterios de la identidad judía es intenso, pero ¿no es el judaísmo, ante todo, una religión? Así lo ven muchos judíos, si bien al haber constituido una teocracia en tiempos bíblicos, y además muy mal entendida por parte de los propios judíos, es obvio que “nación” y “religión” llegaron a fundirse, lo cual ha ido en detrimento del propio judaísmo, no a su favor.
Los inquisidores católicos (evocados en el artículo) y los nazis de todos los tiempos siempre han incurrido en identificar el judaísmo con una “raza”, para lo cual se realizaron indagaciones peregrinas con el fin de determinar la “limpieza de sangre” o el estigma genético. Según ellos, uno puede ser judío sin saberlo, por el simple hecho de haber tenido antepasados judíos. No hay que olvidar que gran parte de los propios judíos ya propiciaron esa percepción de su propio pueblo: entre ellos se han venido usando criterios genéticos para determinar a los verdaderos judíos, y el Talmud desprecia a los ‘goyim’ (gentiles), entendidos en sentido étnico.
No pocos sionistas actuales también otorgan un valor mágico similar a la “sangre judía”, si bien en sentido contrario: valorando positivamente la pertenencia a una estirpe judía; pese a que las Escrituras judías fundamentales (el “Antiguo Testamento”) insisten en la no acepción de personas según su origen, y en la identidad religiosa como opción personal, no como herencia familiar (ver Éxodo 20: 10; Levítico 19: 34; Deuteronomio 1: 17; Job 34: 19). Otra cosa son las tradiciones posteriores, como el Talmud, que en gran medida han desvirtuado el texto bíblico, en este aspecto y en otros.
Según Schvindlerman, el judío debe ser ante todo sionista, es decir, defensor del estado de Israel establecido en 1948. Para él, aunque un judío sea ateo, como Trotsky, sigue siendo judío (¿será porque “lo lleva en la sangre”?). Pero si considera repulsivo al fundador del sionismo contemporáneo, Herzl, entonces ya parece que Trotsky no sería un buen judío (sobre la condición moral de Herzl, ver la compilación de citas en una web de judíos antisionistas). Si un judío es crítico o contrario al estado de Israel, este analista lo clasifica como mal judío, o como “parte alucinante de la historia judía”. Incluye en esta categoría al gran pensador Martin Buber, por el simple hecho de que denunciara el terrorismo que algunos correligionarios suyos ya llevaban a cabo en Palestina en los años previos a la instauración del estado de Israel. Pero pensemos: ¿Quién es mejor judío, el que apoya cualquier medida para construir una entidad política según criterios nacionalistas modernos, o el que defiende la dignidad de las víctimas, sean o no judías, e independientemente de los “intereses israelíes”? Cualquiera que lea la Biblia judía, valorando el conjunto a partir de sus más elevados ideales universalistas, ha de tener clara la respuesta. No parece que Schvindlerman la lea mucho...
Los ciudadanos del estado de Israel que, llevados por los deseos de justicia, defienden los derechos de los palestinos, incurren según este autor en “difamación global de su propio país” (y aquí parece identificar “país” con “pueblo”). Estos ciudadanos, en cambio, consideran acertadamente que no hay mayor difamación que la promovida por la violencia cruel contra los palestinos. Los sionistas les acusan de complicidad con los antisemitas; pues hoy en día, si uno es antisionista, aunque sea judío, será tachado automáticamente de antisemita. Ahora bien: los árabes palestinos son en gran medida semitas, mientras que muchos ciudadanos de Israel no son semitas, por ser de origen askenazí. ¿Quiénes son los auténticos antisemitas? (Una pregunta formulada con el fin de inducir a la reflexión sobre el término, pues el origen “racial” de las personas ha de ser indiferente a la hora de defender su dignidad e igualdad).
Schvindlerman cita al profesor Levin, según el cual hay judíos cuya “única filiación con los asuntos judíos son sus ataques a Israel”. ¿Cuál es la filiación que ha de tener un judío con los asuntos judíos? Según estos autores, la defensa de las políticas del estado de Israel. Inversamente, podríamos decir que la única filiación con el judaísmo de muchos que se dicen judíos... es el sionismo, una corriente que, a la luz de la Biblia hebrea, no es propiamente judía, en realidad, sino una excrecencia no precisamente positiva del judaísmo más genuino (ver p. ej. Miqueas 6: 8; Isaías 66: 18-24). LEx